No hay una respuesta
única a esa pregunta, aunque muchos escritores contestarían con un “escribo
porque me apasiona” o “porque para mí escribir es como respirar” o con alguna
otra respuesta por el estilo que sólo serviría para alimentar su vanidad —que en
el caso de los escritores es casi lo
único que podemos aspirar a alimentar, ya que es muy difícil llegar a vivir de
lo que escribes.
En mi caso particular,
la cadena de circunstancias que me hicieron escritor comenzó en la
preparatoria, cuando regresé a mi asiento en la clase de literatura y recibí un
comentario halagüeño del discurso de oratoria que acababa de dar ante la clase,
escrito en un papelito. El discurso lo había escrito yo el día anterior en
media hora y versaba sobre los sentimientos de un semáforo (sí, en ese entonces
mi imaginación era lírica); el papelito lo había escrito la chica que más me
gustaba de toda la prepa y que hasta ese momento parecía haberse percatado de
mi existencia.
Pero atribuir al sexo
mi afición por la escritura sería un error. Si acaso me había atrevido a dar
ante la clase —y ante la chica que más me gustaba, recuérdenlo— un discurso
acerca de un semáforo sentimental era porque el germen de la escritura ya había
empezado a eclosionar dentro de mí. Y la causa de la infección fueron los
libros.
Éstos me empezaron a
interesar por la amistad que entablé en primero de secundaria con un compañero
de clase al que le apodaban “la computadora” y al que ahora todos conocemos
simplemente por Luis. (Ambos leíamos tanto, que recuerdo que en segundo de
secundaria una vez elaboramos una lista
con los 100 libros que habíamos leído hasta el momento).
Sin embargo, mientras
Luis se aficionaba más y más a la ciencia ficción, yo me aventuraba en eso que
llamamos Literatura, así con mayúscula. No sé ni porqué, pero pronto me vi
envuelto en intrigas y aventuras en San Petersburgo y París, escenarios donde
se movían los personajes creados por los que eran mis nuevos héroes, los
escritores rusos y franceses del siglo diecinueve.
Dostoievski, Tolstoi,
Balzac, Víctor Hugo… De ellos conocí lo mejor y lo peor del alma humana y ellos
fueron mis guías hacia otros escritores europeos y americanos, todos de “altos
vuelos”. Sin embargo, yo continuaba consumiendo también libros de ciencia
ficción, best sellers, novelas de
terror e historias de detectives.
En ningún momento la
alta Literatura entró en conflicto con la literatura “menor”. Thomas Mann y
Stephen King convivían (aún lo hacen) en el mismo universo mental que llevaba
(llevo) en mi cabeza.
El resultado fue que mi
vida se convirtió en literatura. Todo lo que me rodeaba parecía encontrar su correspondencia con la literatura,
y cuando no encontraba esa correspondencia yo me encargaba de que lo hiciera.
Así que a los
diecisiete años decidí que sería escritor. (Por supuesto, en ese momento no
sabía lo que eso significaba).
Aún se debate la
cuestión de si el escritor nace o se hace. Yo creo que nace, pero es necesaria
mucha dedicación para convertirte realmente en escritor. Porque nadie puede
enseñarte a escribir. Es cierto que puedes llegar a aprender la técnica y
algunos trucos útiles de alguien que escribe, pero nadie es capaz de darte esa
voz propia a la que aspira todo escritor.
La única manera que
existe de convertirte en escritor es leyendo. Entre más hayas leído más
posibilidades tienes de lograrlo. No es sólo que conforme lees vas encontrando
distintos modos de contar una historia, sino que un enorme sedimento de información
se va asentando en tu subconsciente, que es donde incuban las ideas que
surgirán más tarde, quizá años después.
Yo había nacido
escritor (esto lo sabes desde que eres muy niño. Tienes una sensibilidad
especial, una manera distinta de ver las cosas, una capacidad de observación
que rebasa la simple curiosidad) y había leído una cantidad impresionante de
libros de todos los géneros literarios. Sin embargo, aún así me tomó los
siguientes 13 años de escritura constante el lograr el primer cuento que me
satisfizo.
En el camino dejé tras
de mí miles (sí, miles) de hojas con apuntes, fragmentos, borradores e ideas
que hasta el momento no les encontraba aplicación. ¡A los 30 años y sólo había
logrado acabar mi primer cuento! Como para desesperar a cualquiera.
Pero no a un escritor.
Porque desde ese mi primer relato fue que me convertí realmente en escritor. Me
di cuenta que ya era capaz de contar una historia interesante, que tuviera
inicio, desarrollo y final. A partir de ese mi primer éxito (con respecto a mí
mismo, por supuesto) me entró una pasión creativa que me duró unos diez años.
En ese período escribí cerca de veinte cuentos, una novela de ciencia ficción y
otra infantil.
Me divertí bastante
escribiendo esas historias, además que descubrí que el escribir me servía como
un escape a la monótona realidad. (Paradójicamente, esa “monótona realidad” era
la que me proporcionaba los recursos materiales para subsistir).
Poco a poco esa
realidad fue imponiéndose y mi pasión creadora entró en lo que podemos llamar
una etapa de hibernación. Muchos de mis conocidos entraron en su etapa de vida
más productiva (económicamente hablando) en tanto yo languidecía en un trabajo
estable, pero poco remunerativo. Aquellos que sabían que yo escribía me miraban
con cierto desdén y me preguntaban, ¿por qué escribes?, lo cual podía
traducirse como: ¿por qué no te buscas una actividad real que te proporcione
ganancias?
Ellos tenían razón, por
supuesto. Escribir me proporcionaba un inmenso placer, pero nada parecido a una
ganancia material. Para lograr eso antes debía publicar, ser un escritor activo
y no pasivo.
Sólo que había un
problema. Bueno, en realidad tres problemas: 1) Yo vivía en México, país que no
se distingue precisamente por su cantidad de lectores. 2) En este país, el
escritor es visto aún como un ser superior, culturalmente hablando, y 3) yo he
sido siempre un maldito perfeccionista.
Con respecto al primer
problema, que en México no existan muchos lectores no es una excusa para no
publicar. Son bastantes los títulos que han alcanzado altas ventas en nuestro
país (aunque nadie que se respete podría considerar a Jordi Rosado como un
escritor consagrado). Sin embargo, sí debemos reconocer que las ventas de un
libro en México no tienen el potencial que alcanzan en otros países.
El segundo de los
problemas se deriva del primero y es la principal causa por la cual no hay
autores mexicanos encabezando las listas de ventas de libros en el mundo. La
razón es que la mayoría de los escritores mexicanos también se consideran a sí
mismos como seres superiores y quieren alcanzar la cumbre de las letras
nacionales, lo cual significa Cultura.
Y donde alguien dice Cultura,
las universidades y el Gobierno meten sus narices. De ahí la gran cantidad de
premios y concursos literarios a nivel nacional, por no mencionar las becas y
otras prebendas que gozan los escritores cuando deciden aceptar el mecenazgo
universitario/gubernamental.
¿El resultado? Escritores
opinando sobre todo tema nacional de “interés público”; cientos de congresos culturales y talleres literarios;
jurados premiando a los autores que escriben acerca de los grandes temas
nacionales —oscilando entre Pedro Páramo, el lumpen y el narco— y que ignoran
los grandes temas universales, que lo mismo afectan a un mexicano que a un
europeo o a un nigeriano.
Con respecto al tercer
problema, ese es enteramente personal. En ese momento (cuando me cuestionaban
el porqué escribía en vez de dedicarme a algo más productivo), consideraba que
mis cuentos y demás escritos no eran lo suficientemente buenos.
En parte —ahora lo sé—
esto no era más que temor a publicar. Sin embargo, dicho temor no era del todo
injustificado, ya que mis escritos no siempre se adaptan a la idiosincrasia
cultural nacional.
Con esto quiero decir
lo siguiente: soy un escritor que cuenta historias y uso temas universales. No
me importa si mis personajes son mexicanos o no, o si la historia se desarrolla
en territorio nacional o en Nueva Zelanda o Londres o en algún lugar
indefinido.
Lo importante es la
historia, la manera como la cuentas.
Esto me cerraba muchas
puertas, ya que no estaba dispuesto a escribir sobre algún tema que no me
interesara. Tampoco quería “tropicalizar” mis escritos con el único fin de
entrar a un concurso literario, ni
entrar a formar parte de un grupo local de escritores porque no quería escribir
como todos. Buscaba una voz propia.
Así que ignoré los
comentarios y seguí con lo mío (como escritor pasivo), puliendo mis escritos,
leyendo como un poseso y buscando el género literario en el que mejor pudiera
expresarme.
Pasaron varios años y
entonces encontré por casualidad, hojeando la revista Wired, un peculiar concurso literario que vendría no sólo a
convertirme en un escritor activo —ese que busca la publicación de sus
escritos—, sino a cambiar la manera en la que escribía. (Como comenté
anteriormente, siempre he sido perfeccionista, por lo que todos mis escritos
hasta ese entonces eran bastante rígidos en su construcción).
El concurso se llama
NaNoWriMo (National Novel Writing Month) y básicamente se trata de que durante
el mes de noviembre escribas una novela de 50,000 palabras. No hay un tema
específico, no hay premio. Sólo te lanzas a escribir al menos 1,667 palabras
diarias y el día 30 de noviembre (antes de las 12:00 AM) mandas tu novela a una
dirección de Internet y un contador automático confirma que hayas escrito las
50,000 palabras.
Es todo. Si lograste
escribir tus 50,000 palabras ganaste. Si no, perdiste.
Yo estaba por cumplir
mis 50 años cuando decidí entrar al concurso, a mi manera. Tuve dos días para garrapatear un borrador, escogí
un tema al azar y me lancé a escribir. Nunca me había sentido más libre. Toda
la rigidez en la construcción de mis escritos desapareció ante el imperativo de
escribir al menos 1,667 palabras diarias.
El 26 de noviembre de
2010 terminé de escribir mis 50,000 palabras, pero aún me faltaban los
capítulos finales. Yo estaba exultante, por lo que me consideré ganador y
completé lo que me faltaba.
El resultado fue la
extravagante novela “Retorno 2012 o Cómo
sobrevivir a una invasión de zombis” (76,927 palabras), misma que subí a Internet
para que fuera leída o descargada de manera gratuita. (De dicha novela extraje
los personajes para empezar una serie de novelas policíacas, de la cual ya he
escrito dos y cuya primera entrega voy a publicar el próximo mes de octubre,
seguro de fascinar a los lectores).
Por un azar del destino
fue en 2012, precisamente, cuando fui invitado nada menos que por mi amigo Luis
(sí, el mismo) a participar en el grupo de EICAM (Escritores Independientes
Capítulo Monterrey) que él acababa de fundar junto a otros escritores, lo cual
acepté encantado porque no se trataba de escribir igual que ellos, sino de
compartir la aventura de la auto-publicación.
Publiqué un apresurado
libro de dieciséis cuentos intitulado “La punta del iceberg”, el cual se agotó
en el segundo día de la Feria Internacional del Libro Monterrey 2012. (Claro,
sólo había publicado 20 ejemplares, y una sola persona —una promotora cultural,
¡quién lo dijera!— se llevó doce de ellos. Pero después vendí más).
Llevo 34 años
escribiendo prácticamente todos los días.
¿Por qué escribo?
Creo que lo que les
acabo de contarles responde a esa pregunta. ¿O no?